En la editorial de El País publicada el día 19 de enero bajo el título: “Evaluar la ciencia”, a partir del relevo del científico Juan Carlos Izpísua al frente del Centro de Medicina Regenerativa de Barcelona se asevera acertadamente “el imperativo de asegurar que los fondos dedicados a la ciencia se invierten adecuadamente y logran los objetivos que justifican su atribución”. También se apunta en dicho editorial que “precisamente en tiempos de crisis y recortes hay que evaluar con mayor rigor la investigación científica con dinero público”. Ciertamente, los tiempos de escasez son tiempos que obligan a reevaluar a detalle todas las prioridades para adaptarse a las nuevas restricciones contextualmente impuestas. Pero en dicha editorial, cuando se apunta la necesidad de asegurar los “retornos” obtenidos de la investigación biomédica se hace de una manera muy parcial y tendenciosa. Exclusivamente se nombran dos parámetros para evaluar estos llamados “retornos”: la exigencia de atraer talentos de otros laboratorios y la de lograr financiación en concursos internacionales competitivos.
Pero estos dos únicos indicadores sobre las consecuencias exigibles en la investigación científica biomédica son muy problemáticos. Resultan muy insuficientes a la hora de calibrar el bien común fundamental que habría que preservar: que «el retorno» o los fines del quehacer científico en el campo médico se dirijan prioritariamente al conjunto de la sociedad y a las necesidades colectivas de mejora en tratamientos sanitarios. No puede creerse en estos tiempos en los que la invocación de la llamada «excelencia» se ha convertido en bandera, esta pueda ser una señal de mejora si en lo que realmente consiste es en guardar bajo llave en silos estancos, herméticos, caros y sin luz el conocimiento generado con el dinero de todos.
Tampoco puede llamarse “excelente” a la política de privatizar el conocimiento financiado por la ciudadanía contribuyente mediante el patentado privado de los descubrimientos científicos o levantando altos muros de pago que favorecen solo a editores de revistas y publicaciones y a oligarquías académicas al tiempo que discriminan y obstaculizan el acceso libre a los resultados publicados, a los datos brutos de la investigación y a los procesos y pruebas metodológicas realizadas.
Hay que decirlo bien alto y claro: romper las cadenas de la privatización del conocimiento y compartir los resultados científicos rentabiliza y redistribuye mucho más la inversión pública hecha, además de ser una medida de ahorro y eficiencia en tiempos de crisis y recortes. Entres otras cosas, se evita la duplicación de estudios y pruebas y con ello el despilfarro de recursos escasos. También se fiscalizan más los posibles fraudes o las exigencias de fiabilidad del proceso de investigación y producción de datos. Además, económicamente y socialmente resulta muy ventajoso el no poner patentados sobre los resultados científicos al permitir que puedan ser reutilizados libremente en otros proyectos investigadores, sin el muro selectivo y excluyente del pago de licencias puestas al servicio del lucro de multitud de actores económicos y no al servicio del avance en la salud colectiva.
¿Es acaso lícito que el mismo Estado que financia una investigación tenga que volver a pagar una segunda vez mediante unos precios altísimos unos productos biomédicos cuando el ciclo científico de vida del producto ya contiene ingentes cantidades de dinero público invertido?. ¿Debemos los ciudadanos contribuyentes estar castigados a pagar dos o tres veces por el mismo medicamento o aparato médico producido por la inversión pública para asegurar primero el negocio particular de ciertas empresas?.
El Estado actúa entonces como un simple “capitalista de riesgo”. Invierte su dinero en investigaciones biomédicas inciertas y movidas por la curiosidad científica, pero paradójicamente ante posibles éxitos científicos estos le revierten en forma de más gastos públicos y más costes económicos añadidos, a lo que se añade además el secuestro y la pérdida del nuevo conocimiento generado con recursos públicos. Parece más sensato desde la misma lógica económica que el Estado inversor participe en los “retornos” o beneficios cuando una iniciativa científica tiene éxito y acaba consiguiendo avances y productos médicos. Es escandaloso en el plano político y moral que el imperativo de la defensa de los bienes públicos de conocimiento sea sistemáticamente ignorado por las instituciones políticas y universitarias cuando a la vez estas sí permiten otorgar licencias privatizadoras del conocimiento generado en dichas instituciones sin claras condicionantes sociales de «retorno», como son el acceso abierto y los precios asequibles.
Como vemos el problema de “los retornos” esperados a la sociedad de los productos del trabajo científico son bastantes más que la mera retórica de la “excelencia competitiva” que pone la ambición competitiva del individualismo meritocrático y el negocio privado sobre el conocimiento siempre por encima del interés común de la sanidad y la inversión pública en la misma. Lo que realmente hay que evaluar es si los objetivos, resultados y usos posteriores de un proyecto científico biomédico hayan pasado por los filtros de interés común de la sociedad. Es claro que la investigación y experimentación biomédica especialmente debe primar las necesidades de salud pública y no orientarse simplemente a la caza de recursos financieros o, aún peor, ir a remolque de los estrechos deseos comerciales de las industrias farmacéuticas.
Las actividades y «los retornos» de la ciencia deben ser evaluados y debatidos por una nueva cultura democrática que haga de la transparencia una virtud cívica irrenunciable, lo que requiere profundas reformas institucionales. Para recolocar el interés común y público en el centro de sus objetivos urge sacar el quehacer científico del oscurantismo de la caverna que lo pone al servicio del negocio privado y de las inercias meritocráticas de lucha competitiva por el prestigio o de subida de escalafón académico pervirtiendo con ello hasta los mismos ideales epistemológicos de producción del conocimiento científico.