La decisión de Estados Unidos de abandonar la Organización Mundial de la Salud (OMS) es una mala noticia para la gobernanza de la salud global tal como la conocemos. EEUU fue uno de los principales impulsores de la creación del sistema de Naciones Unidas tras la Segunda Guerra Mundial (de hecho, la constitución de la OMS se firmó en el país) y ha sido históricamente su principal financiador.
El impacto de esta medida no debe analizarse únicamente en términos del presupuesto de la OMS, aunque pone a la organización —ya limitada en su financiación para cumplir con el amplio mandato que le han otorgado los países— en una posición aún más precaria. También plantea serias implicaciones para el sistema de salud global en su conjunto. No sería raro que se redujera drásticamente la financiación de otras organizaciones estadounidenses activas en salud global, como el PEPFAR (Plan de Emergencia del Presidente para el Alivio del Sida) o el Programa Presidencial contra la Malaria, así como de otras instituciones que dependen de fondos estadounidenses. Queda por ver cómo las políticas y discursos de la nueva Administración influirán en la financiación de organizaciones estadounidenses que apoyan el trabajo de la sociedad civil y grupos de base en todo el mundo.
Al mismo tiempo, la OMS sigue siendo el foro esencial para buscar soluciones colectivas a los crecientes problemas de salud global. La salida de Estados Unidos le impedirá ejercer su capacidad de influencia en un foro internacional con capacidad normativa, pero también abre la puerta para que los 193 Estados restantes asuman un rol más proactivo y autónomo en la fijación de prioridades. Tras décadas de dominio estadounidense en términos de financiación y establecimiento de agendas, quizás esto abra una oportunidad para que países del Sur Global puedan promover una agenda más basada en la equidad y la justicia en salud.